viernes, 24 de abril de 2020

Aquellos maravillosos ochenta


Heidi vivía  feliz en una casa cerca de El Prado. Su abuelo pensaba que la nieta era la oveja negra de la familia y Pedro, su mejor amigo, consideraba que estaba más loca que una cabra. 《Abuelito, dime tú por qué yo soy tan feliz, inquiría Heidi, un, dos, tres veces al día》. 
Una mañana cubierta de niebla, Heidi sacó a pasear a su perro. Llevaban dando la vuelta al barrio ochenta días y aún se perdía dentro del laberinto, pues le parecían todas iguales las calles de su nueva ciudad. Le exasperaban los diminutos, los apestosos "regalos" que algún paseante de perro eludía recoger; unos regalos de mierda. Pero ese día, ella misma había olvidado las bolsas en casa. 《Los problemas crecen, pensó》.
Era un día cualquiera de un verano azul. La vieja Maya, bajo el sol, leía el futuro en su bola de cristal, sin licencia, para matar el tiempo. Heidi vio pasar a Marco en su coche fantástico que, haciendo un derrape en forma de "V", se paró ante el puesto de adivinación de la muy largartona. Pero la presencia del inspector Gadget paseando por la acera de enfrente, impidió que Maya viera el porvenir de Marco en la bola; era un trabajo ilegal. Heidi, al ver al inspector, le puso precipitadamente el bozal a su perro pipi y la correa de calzas largas, como mandaba la ley, pues era un perro peligroso y patán. Maya escondió la bola de cristal, y simuló tomar el sol sin ánimo de lucro, saludando al inspector con la mano (jamás la pillaría con las manos en la masa). 
Marco cogió la autopista hacia "El Cielo", que era el complejo residencial de moda de aquellos maravillosos años. Pasaría a buscar a su madre y le llevaría las maletas hasta el barco, que zarparía rumbo a un pueblo italiano, al pie de la montaña.
En resumen...
En un país technicolor había una vieja bajo el sol, que fue famosa en el lugar por los males de ojo que solía echar.
En una acera de un planeta imaginario, el perro de la niña Heidi dejó un pestilente regalo.
En esta historia interminable, Marco no logró nunca encontrar a su madre.
Y  en esta narración, yo hago un guiño a una infancia llena de televisión.

viernes, 17 de abril de 2020

Parábola


<<¡Levántate y anda!, dijo Jesús Delgado a su gruesa mujer>>. Y caminaron sobre las aguas del sendero (pues había diluviado horas antes), por entre los olivos. El matrimonio salía todas las madrugadas a hacer ejercicio al monte, antes de que cantara el gallo. Y es que Belén, tras multiplicar los panes en su dieta hipercalórica, se había puesto como una auténtica vaca. Ya en casa, negó tres veces haberse comido todas las rosquillas del desayuno. Sólo quedaba pan y vino en la despensa. Un beso de despedida, entregó a cada uno de camino al trabajo. Ella pasaría por el supermercado, a la vuelta, pues tenía que comprar para doce: celebraban la última cena del año. Belén pasó por el calvario de cocinar durante horas y sacrificó la comodidad, poniéndose sus tacones de aguja y esa bendita faja que obraba milagros en su figura. Fue un martirio escuchar las bravuconadas de los amigotes de Jesús toda la noche.<<¡Feliz año nuevo!, se desearon>>. La despedida tuvo lugar en el portal de Belén y Jesús, tras el cotillón. A la mañana siguiente, el canto del gallo halló a la pareja entre las sábanas: hoy perdonarían el ascenso al monte de los olivos. La causa de no hacer su ejercicio matutino fue la resaca. Una resaca tal, que hasta podría resucitar a un muerto. 

viernes, 10 de abril de 2020

¡HOY CUELGO EL DELANTAL!



Mi frigorífico dejó de enfriar hace un buen rato, rompiendo el hielo y a mi plancha menopáusica se le acabaron los sofocos; ahora la raya de mi pantalón luce torcida. A las bombillas halógenas les huele el aliento, y los interruptores me presionan para apagarlas. La lámpara de pie está coja y las de noche madrugan mucho. La lavadora no traga al detergente, ni siquiera al simpatiquísimo Mimosín. Y su cabeza siempre anda dando vueltas a lo mismo: el dichoso tambor, que se pasa de revoluciones. Sin ir más lejos, ayer empezó una en el cuarto de la ropa, junto con la secadora: la revolución de la colada roja. Y tengo la ropa tendida cara al sol, y las falanges desgastadas de tanto frotar: el horno no está para bollos. El móvil, en su línea, ondea quieto y callado. Últimamente le falla la memoria, podría tratarse de un mega alzheimer. Mi equipo de música está en el banquillo, justo al lado del sillón orejero donde paso el tiempo muerto.
He iniciado una huelga para reivindicar mis derechos de uso. Ante esta guerra sin cuartel que es mi casa, he reunido todas las garantías de compra, y ahora mismo voy a la superficie comercial a ejecutar el cambio, sin bajar la guardia.
Subo al ascensor; no funciona. La contienda debe ser global, pues tampoco se encienden las luces de las escaleras.
Decido volver a la cama. Saco el pañuelo blanco del cuello y lo agito sobre mi cabeza, atrincherada en la almohada: ¡ME RINDO!
Esa misma noche soñaré con la película "Tiempos modernos", de Charles Chaplín (el obrero contra la máquina). Me gustaría hacer una versión actualizada de la misma, creando así un nuevo género de cine: el de ciencia real ficción. 

viernes, 3 de abril de 2020

Destino Paraíso


Emma leía un libro que había cogido de la biblioteca. Al pasar la página trece, una postal apareció entre las letras entonces desplegadas.
Me gustan estas sorpresas que deparan los libros prestados...
Bueno, pues como te iba diciendo, la tarjeta mostraba una playa paradisíaca como la que aquí podéis ver. La imagen removió en Emma dulces sueños del poso del recuerdo, e hizo volar su senil imaginación.
Y me diréis: ¿Acaso tiene edad la imaginación?... tenéis razón, la imaginación está libre del paso del tiempo.
A lo que íbamos, aquel viaje con Fran, su esposo, bailó entre pensamientos agradables y emotivas sensaciones, que poblaron su mente al recordar aquellos días pretéritos. Apartó bruscamente la vista. Se arrepentía de no haber viajado más, de no haber gastado las huellas de sus pies recorriendo el mundo. Ahora, los arrastraba cansados: de la cocina al salón, del salón al dormitorio... Arañando el suelo con un tedio y una rutina callosos. La pobre mujer veía su futuro extinguirse, alargarse en una realidad sin tiempo. Una lágrima cayó del ojo derecho de Emma sobre las gafas de vista cansada, emborronando su visión de cerca. Se sentía lejos, muy lejos.
Entonces oyó una voz desde el fondo del pasillo, como un eco a su llanto, una especie de respuesta de ultratumba: "¿Vienes a la cama, Emma?". 
Hasta aquí todo normal. Pero no me ataquéis de aburrida, pues... A la mañana siguiente, como cada mañana, su hija subiría a echarle una mano con las tareas domésticas. Y le extrañaría ver encendida la luz del salón; temiendo que fuera la señal de un cerebro cansado, de esos que borran la noción de la realidad y confunde al hijo con el vecino, gritándote que estás tonta. En el recibidor, una gota de sangre le hizo pensar que quizás se trataba de algo más grave. Y un sabor áspero y amargo desgarró en forma de grito su garganta, al ver las venas cortadas en las muñecas de Emma. Una vieja postal de alguna playa lejana le llamó la atención, pues estaba firmada con su sangrienta huella dactilar. 
Y la cosa se pone interesante, porque al pasar la vista por las trémulas letras, se le abrieron los ojos como platos, quedándole desencajada la mandíbula. ¡No podía ser cierto!. La última voluntad de la vieja pedía ser enterrada en la playa que aparecía en la postal. Nadie supo nunca de qué playa se trataba.