La compañía severa de mi madre me dejó abandonada a los pies de la fortaleza, de ese reino que es a la vez cárcel, habitado por niños destronados que duermen sobre pupitres. Hábitos antiguos rezaban por los corredores del colegio de pago.
La mano que me empujó adentro era la de una mujer desconocida, la de una madre sin hija. Me dejó abandonada a mi suerte, en una selva de colegiales con chupete. Mis bragas mojadas y mis mocos de llanto exacerbaban a la madre superiora.
El uniforme me provocaba urticaria, los demás infantes me daban asco y las monjas, terror. Allí estaban los altos muros, generando mi ansiedad. Yo los miraba, intentando escapar con los ojos, pero me sentía acorralada... y sola.
Recorrí pasillos analfabetos con locos bajitos, hasta llegar a mis primeras letras: "Mi mamá me mima..." Poco a poco, maté a ese coco que se alimenta de cuentos de niño con faltas de ortografía. Monjas maestras me abrieron las puertas a otra realidad, llaves beatas que lo abrían todo al conocimiento.
Y así olvidé el olvido de esa madre, que recordaba recoger al pedacito de su carne en la puerta del colegio cada mediodía. A veces con sorpresa de golosina, siempre con anhelo de hija. Y pinté con ceras rotas y témperas de colores su vanidad de institutriz materna. Ella colgaba mis dibujos en la nevera, orgullosa.
Han pasado muchas páginas de libro desde entonces, pero todavía recuerdo aquellas primeras, aunque todas parezcan la misma. Me gustaría confeccionar con mis manos mi propio libro, de hojas perennes, de esas que sobreviven a tantos otoños como lectores. Un regalo a tantos regalos. Y dedicárselo a aquella madre severa que un día me abandonó en la puerta de la escuela, y que ya no lo es tanto.
Dicen que para dejar huella de tu paso por este mundo, tienes que escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo. Yo plantaré un cocotero y, a su sombra, haré frente a multitud de hojas en blanco. Pero para tener un hijo se me ha pasado el arroz.