miércoles, 30 de septiembre de 2020

La párvula que fui

 


La compañía severa de mi madre me dejó abandonada a los pies de la fortaleza, de ese reino que es a la vez cárcel, habitado por niños destronados que duermen sobre pupitres. Hábitos antiguos rezaban por los corredores del colegio de pago.
La mano que me empujó adentro era la de una mujer desconocida, la de una madre sin hija. Me dejó abandonada a mi suerte, en una selva de colegiales con chupete. Mis bragas mojadas y mis mocos de llanto exacerbaban a la madre superiora. 
El uniforme me provocaba urticaria, los demás infantes me daban asco y las monjas, terror. Allí estaban los altos muros, generando mi ansiedad. Yo los miraba, intentando escapar con los ojos, pero me sentía acorralada... y sola. 
Recorrí pasillos analfabetos con locos bajitos, hasta llegar a mis primeras letras: "Mi mamá me mima..."  Poco a poco, maté a ese coco que se alimenta de cuentos de niño con faltas de ortografía. Monjas maestras me abrieron las puertas a otra realidad, llaves beatas que lo abrían todo al conocimiento.
Y así olvidé el olvido de esa madre, que recordaba recoger al pedacito de su carne en la puerta del colegio cada mediodía. A veces con sorpresa de golosina, siempre con anhelo de hija. Y pinté con ceras rotas y témperas de colores su vanidad de institutriz materna. Ella colgaba mis dibujos en la nevera, orgullosa.
Han pasado muchas páginas de libro desde entonces, pero todavía recuerdo aquellas primeras, aunque todas parezcan la misma. Me gustaría confeccionar con mis manos mi propio libro, de hojas perennes, de esas que sobreviven a tantos otoños como lectores. Un regalo a tantos regalos. Y dedicárselo a aquella madre severa que un día me abandonó en la puerta de la escuela, y que ya no lo es tanto. 
Dicen que para dejar huella de tu paso por este mundo, tienes que escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo. Yo plantaré un cocotero y, a su sombra, haré frente a multitud de hojas en blanco. Pero para tener un hijo se me ha pasado el arroz.



jueves, 24 de septiembre de 2020

Jugando a ser Julia Roberts


Se abre el telón y aparece la striper obesa. Con su más de cien kilos de peso apenas puede moverse. Se sube a la barra con una grúa articulada. Viste un inocente picardías y un tanga pulguero. Contonea sensualmente sus michelines mientras suena la música. Como no puede seguir el ritmo, se sienta a descansar a mitad del número.
Trabaja en un Night Club que no obtiene muchos beneficios, y vende sus servicios a un precio regalado: es una puta precaria.
Un día se le apareció un hada madrina, y la convirtió en Pretty Woman. <<Tienes hasta media noche para seducir a un millonario>>, le dijo, cambiando su vestido de furcia por uno de alta costura, transformando su jerga barriobajera en una lengua de élite, y dándole una figura perfecta con un hechizo liposuctor. <<Si a las doce no se ha enamorado de ti ningún rico caballero, volverás a tu estado anterior>>, le advirtió. 
Y en efecto, antes de las diez, la Puticienta ya había seducido a un rico ingeniero de caminos, que la abandonó a la primera de cambio. Y la pobre tuvo que volver a hacer la calle.
Poco a poco recuperó su obesidad mórbida, aunque seguía hablando fino. 
El otro día se le apareció un hada madrina que la quiso convertir en su propia jefa. <<¡No me vengas con cuentos!>>, le espetó a la ninfa. Y de la hostia que le dio, la mandó a Disney.
Y colorín colorado, la puta ya ha reventado. 
La obesidad mórbida ha sido su FIN.

 

jueves, 17 de septiembre de 2020

Fin de carrera


Usaba jabón de lagarto y zapatos de cocodrilo, ella, más mala que una víbora y rastrera como nadie. Su artista preferida era la Veneno, y, como ella, se transformaba al subirse a un escenario. Era cantaora de flamenco (pero no canta ahora, en estos momentos está retirada del mundo del espectáculo). Un día de su juventud, al tocar las castañuelas asadas, se quemó los dedillos de la mano. Taconeaba con tacones de aguja; en un coser y cantar te bailaba una seguidilla. Los lunares de la primera bata de cola que se compró eran un punto. La peineta, con mantilla, y una flor bien plantada en la cabeza, completaban su atuendo.
<<¡Qué arte más grande miarma!>>, gritaba el técnico especialista en balística al escuchar su cante jondo. <<¡Olé, olé!>>, gritaba un fan de Marta Sánchez amante del flamenco. El espectador de la nariz prominente se tomó un chato de vino a su salud. El joven obeso brindó con un fino añejo.
Pero, a pesar de ser muy calculadora, la cantaora se quedó sin pilas: se acabó el número flamenco. Le dieron las últimas palmas un Domingo de Ramos; ocurrió un día nublado tras cantar por soleares.
Los volantes del traje de gitana la habían conducido al estrellato, y los años pusieron freno a su carrera artística, que estaba en punto muerto. 
Ahora, a la vieja gloria le canta el aliento, y tiene el baile de San Vito. En el geriátrico donde vive, entona el "malamente" de Rosalía a los enfermos de alzheimer. Pero ha perdido las ganas de vivir: ella sólo vive con ganas de perder la vida. Y es que la folclórica está deseando subir al cielo para poder cantar al lado de Camarón de la Isla. Este es el sueño de su vida... o, mejor dicho, de su muerte. Aunque dicen que la mala hierba nunca muere.

jueves, 10 de septiembre de 2020

Más de diez dedos de frente

 


Era tan cabezón que a la fuerza no le venía ningún sombrero. Antes pasaba un camello por el ojo de una aguja, que su cabeza por el cuello de un jersey. Su parto, como es natural, fue por cesárea. A su madre le dieron tantos puntos que parecía un carnet de conducir. Nació con los ojos como platos, y no pudo sostener su cabeza erguida hasta los cinco años. En el recreo del colegio, los días de mucho sol, le hacía sombra a sus compañeros. Su boca era tan grande que cuando se le cayeron los dientes de leche, el Ratoncito Pérez se cogió la baja. En su juventud, eran necesarias más de una chica juntas para traerlo de cabeza. Y de tantos granos, su cara parecía un paellero. Sus gafas graduadas eran de bucear, porque se las adaptaba con la goma, pues no había moldura que se amoldara a su rostro. El peluquero le cobraba el doble. El fotógrafo le tenía que sacar las fotos de carnet desde muy lejos, para poder pillarle toda la cara. En el cine le obligaban a sentarse en la última fila. Y, para colmo, se tuvo que comprar un coche descapotable (para poder meter la cabeza) y una almohada XXL.
Cuando tuvo hijos, se convirtió en un cabeza de familia ejemplar. Si tenía problemas, no alcanzaba a darle ni una sola vuelta a la cabeza.
Un mal día, dio una cabezada al volante, y tuvo un accidente aparatoso: se partió la crisma. En el hospital, le hicieron un electroencefalograma y provocó un apagón general. Sus lagunas de memoria parecían océanos y sufría fuertes migrañas.
Con el tiempo perdió la cabeza; pero no resultó fácil, pues hacía ésta mucho bulto. Su mujer encontró antes la aguja en un pajar ajeno: se revolcó con el vecino en su granero. Y, ¡ojo! la empotró contra la viga mientras le daba una paja.
El marido derramó muchas lágrimas, muriendo de un derrame cerebral.
Ella se sentía feliz, pues, tras enterrar a su marido, por fin levantaba cabeza.
La viuda alegre se casó en segundas nupcias con el granjero, que no tenía ni dos dedos de frente y, por eso, la volvía loca.
Dicen que con los años ella se tornó cabezona...

jueves, 3 de septiembre de 2020

Un frío que pela

 

En el museo, Frida se quedó a cuadros: habían puesto el aire acondicionado al máximo, para el arte. Y se heló. La maja se echó un chal por encima. A la entrada, había preparado un pequeño refrigerio; una monja se tomó un sorbete y se fue. Joan miró el termostato y puso el grito en el cielo; aquello era surrealista. <<Hace muncho frío>>, dijo un niño con lengua de trapo. Sonaba de fondo la música de la Madonna.
Un vecino de Guernica había aparcado su Citroën Picasso en la puerta. Se llamaba Pablo, y había venido a la capital a pasárselo bomba. Pablo era pintor de brocha gorda; botero (arreglaba botas) en su tiempo libre. Siempre iba hecho un pincel. 
Frida, junto a la escultura "El rapto de las sabinas", se quedó de piedra al ver pasar a Pablo. <<¡Qué arte!>>, pensó, mirándole de hito en hito. Y tardó en aprender a olvidarlo diecinueve días y quinientas noches.
No se sabe muy bien el porqué Pablo pasó la noche en el museo. Pero, a la mañana siguiente, se lo encontraron muerto. <<La causa ha sido la baja temperatura>>, dijeron los expertos. Al oír ésto, La Gioconda se partió de la risa.