"Trastorno obsesivo compulsivo": había dictaminado su psiquiatra.
Manuel limpiaba sobre limpio, desgastaba los muebles de tanto pasar la bayeta, y usaba guantes hasta para cortarse las uñas. Revisaba la llave del gas cada cinco minutos de reloj, cronometrados. Siempre que salía, volvía cien veces sobre sus pasos, para comprobar que había cerrado la puerta de su casa; por eso llegaba tarde a todos lados, a pesar de poseer un deseo de puntualidad exacerbado. Acostumbraba a doblar su ropa del revés, y llevaba un número más de zapato. Tenía una curiosa forma de leer los libros: todos los empezaba por la página seis, leyendo sólo las hojas pares.
Pero no era supersticioso, todo lo contrario: buscaba, con afán, escaleras para pasar por debajo... las tijeras las dejaba siempre abiertas y tenía un gato negro a propósito.
Su vida resultaba peculiar: Soltero, sin hijos y sin trabajo (tenía una pensión no contributiva).
Nunca tuvo deseos de viajar, de hecho nunca salió de su ciudad natal.
Y sólo tenía un amigo: el invisible.
Pero llegó el día en que Manuel se enamoró, de una tal Margarita. Me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere... de esta guisa deshojaba cada flor que se le cruzaba por el camino. Margarita le quiso, ya sin pétalos, tras el largo plantón. El idilio no duró mucho; lo que tarda en marchitarse una flor cortada.
Por eso no es de extrañar que una mañana su asistenta se lo encontrara colgando de la lámpara de su habitación. En la mesita de noche había un tarro de Prozac, vacío. Y el gas se escapaba por la estufa de butano. Vio la asistenta, con gran disgusto, que la sangre manaba de sus venas cortadas, manchando la alfombra.
-¡Genio y figura hasta la sepultura!- exclamó.
-¡Genio y figura hasta la sepultura!- exclamó.
Resulta curioso ver que en su tumba siempre hay margaritas frescas...